Perdí una oportunidad increíble, una que hubiera cambiado mi vida por completo. Era un trabajo sencillo, sí, pero en las primeras semanas me dejé llevar por la queja y me rodeé de personas equivocadas. Por complacerlas, por ese falso compañerismo, me convertí en alguien intolerante, alguien que terminó perdiendo algo invaluable.
Al principio culpé a los demás, a las autoridades. Pero la verdad, la dura verdad, es que la única responsable fui yo. Me sentí avergonzada, estúpida, por no haber tenido el valor de detenerme, de asumir mi responsabilidad. Tomé una decisión terrible, una decisión que me pesa hasta el día de hoy.
Con el tiempo, la magnitud de mi error se hizo más clara. Me di cuenta de todo lo que podría haber mejorado en mi vida con ese trabajo, de las oportunidades que deseché por estupida, mi horrible carácter. Fui a todos lados a buscar una solución, pero la falta de respuesta me hundió en la desesperación. Me quedé en casa, encerrada en mi fracaso y mi autodesprecio.Hace unos días, una vecina se acercó. "Te veo muy sola", me dijo con una amabilidad inesperada. Me ofreció su amistad, su compañía. Su simple gesto me dejó en claro algo doloroso: hasta mis vecinos, gente que apenas conozco, percibe mi soledad, mi aislamiento. Y esa soledad es mi culpa, mi responsabilidad. No sé cómo mantener amistades. Un día quiero a alguien, al siguiente lo desprecio. He quemado puentes, he destruido vínculos por mi incapacidad de controlar mi impulsividad. No confío en la amistad, en la forma en que se entiende hoy en día. Para mí, la amistad es algo sagrado, algo que se merece respeto y compromiso, y por eso lo aclaro en mis redes sociales: que me conozcan bien antes de acercarse, para evitar decepciones.
Ahora, como ama de casa, cumplo con mis tareas, pero la frustración me carcome. Me siento una mediocre, una fracasada, más sola que nunca. El peso de mi error, de mi propia estupidez, es una carga insoportable.

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