Ayer fue una oda al absurdo. Me mandaron de aquí para allá como si fuera una pelota de ping-pong en un partido de dioses sádicos. Papeles, trámites... ¡la pesadilla burocrática hecha realidad! Primero, una institución me derivó al Registro Civil, un lugar que parecía más una sala de espera para el más allá que una oficina gubernamental. Matrimonios, bebés llorando... el ambiente era tan surrealista que casi me esperaba ver a un ángel de la muerte anotando nombres en una libreta.
Conseguí mi DNI (¡gratis! ¡Un milagro!), pero claro, faltaba el certificado de nacimiento. Regreso, me dicen que el papel está mal, que necesito una certificación de error... ¡como si fuera a encontrar un notario público en el medio del desierto! De vuelta al Registro Civil, una odisea digna de Dante. Obtuve los papeles "correctos", los llevo de vuelta... ¡y sorpresa! ¡Incorrectos!
En ese momento, en vez de explotar como una bomba atómica, me cagué de risa. Era tan ridículo, tan kafkiano, que solo podía reírme. La burocracia me había convertido en un títere en sus manos, y yo, en lugar de resistirme, me uní a la farsa. Me reí de la situación, de mi propia impotencia, de la estupidez del sistema. El día se había terminado, así que me fui a casa. Pero antes, dos milanesas. Necesitaba combustible para seguir riendo de mi propia desgracia.
Llegué a casa, fernet en mano, la tele de fondo como ruido blanco. La milanesa, un manjar celestial después de semejante odisea. Y me reí. Me reí hasta llorar. De la burocracia, del sistema, de mí misma. Ayer fue un día para el recuerdo... un recuerdo que me hará reír por años.

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